Nuestros legisladores
I
Durante la legislatura de 1906, un senador tuvo la sencillez o la malicia de afirmar en plena cámara: "Hace algunos años, el Poder Parlamentario del Perú es nominal. Es inútil oponerse a ningún plan o proyecto que venga del Ejecutivo, puesto que es seguro que todo proyecto del Ejecutivo ha de aprobarse, cualesquiera que sean sus consecuencias".
No desde algunos años únicamente, sí desde los comienzos de la vida republicana, nuestras Cámaras Legislativas hicieron un papel tan degradante y servil, que muchos diputados y senadores merecieron figurar en la servidumbre de Palacio.Y ¿qué más podrían ser los elegidos por el fraude o la imposición de los Gobiernos? Uno que otro individuo de elevación moral, una que otra minoría de sanas intenciones, no borran el estigma de la corporación.
Minorías, mayorías, palabras de significación aleatoria cuando se piensa que nuestros legisladores suelen amanecer oposicionistas y anochecer ministeriales. Hasta en las minorías de apariencia más homogénea conviene señalar a los hombres-convicción, a los que sostienen una idea, para distinguirles de los hombres-polea, de los que chirrían por no estar lubricados con el aceite de la Caja fiscal. Los oposicionistas de buena fe, desengañados por la indiferencia de sus compañeros y aburridos con la insufrible garrulería de los adversarios, acaban por enmudecer, convenciéndose de que no se argumenta con masas de ventrales, como no se pega testaradas a un muro de calicanto ni se da puñetazos a un zurrón de sebo.
En cuanto a las mayorías, no todos sus miembros rayan a la misma altura, pues mientras unos pocos actúan maliciosamente, sabiendo de qué se trata y hacia dónde se camina, los demás no conocen el terreno que pisan ni oyen razón alguna, salvo las venidas del Gobierno y comunidades en forma de orden conminativa. La masa congresil procede con los Presidentes como el rucio con Sancho: hace que entiende, agacha las orejas y trota. El Cardenal de Retz decía que Todas las grandes asambleas son pueblo. Si viviera entre nosotros, afirmaría que los congresos del Perú son populacho.
No obstante la sumisión, hubo épocas en que un espíritu de rebelión parecía inflamar la sangre de senadores y diputados. Los griegos vivaqueaban en los salones del Poder Ejecutivo, los troyanos acampaban en los dos locales del Poder Legislativo. Por momentos se esperaba el choque y la hecatombe; pero nada, ni cadáveres ni heridos. En lo inminente del agarrón mortífero, en lo que llaman el instante sicológico, vino la reconciliadora lluvia de oro. Simple chantage. Algo podrían contarnos Dreyfus y Grace. Regla general: minorías tan valiosas como las mayorías, pues las unas no abrigaron propósitos mejores que las otras. Hoy mismo, en oposicionistas y gobiernistas no vemos luces y tinieblas que batallan por obtener la victoria, sino tizones que humean en lugares opuestos.
Entonces ¿de qué nos sirven los Congresos? ¿Por qué, en lugar de discutir la disminución o el aumento de las dietas, no ponen en tela de juicio la necesidad y conveniencia de suprimirse? ¡Qué han de hacerlo! Senadurías y diputaciones dejan de ser cargos temporales y van concluyendo por constituir prebendas inamovibles, feudos hereditarios, bienes propios de ciertas familias, en determinadas circunscripciones. Hay hombres que, habiendo ejercido por treinta o cuarenta años las funciones de representante, legan a sus hijos o nietos la senaduría o la diputación. No han encontrado la manera de llevarse las curules al otro mundo. Haciendo el solo papel de amenes o turiferarios del Gobierno, los honorables resultan carísimos, tanto por los emolumentos de ley y las propinas extras, como por los favores y canonjías que merodean para sus ahijados, sus electores y sus parientes. Comadrejas de bolsas insondables, llevan consigo a toda su larga parentela de hambrones y desarrapados. En cada miembro del Poder Legislativo hay un enorme parásito con su innumerable colonia de subparásitos, una especie de animal colectivo y omnívoro que succiona los jugos vitales de la Nación.
El actual Ministro de Hacienda declaró ante las Cámaras Legislativas que "muchas obras públicas de urgente necesidad se aplazaban indefinidamente, porque el dinero asignado para ellas se invertía en pagar Congresos ordinarios y extraordinarios". El zurriagazo no levantó la más leve roncha en la epidermis de los honorables: fue ovillo de lana, arrojado contra el pellejo de un hipopótamo. El merecido agravio, lejos de amenguarles el apetito, les enardeció el hambre, así que alevosamente, en sesión secreta, se adjudicaron la renta anual de tres mil seiscientos soles. Después, echándola de sensibles a la indignación general, quisieron volver sobre sus pasos y hasta darse el lujo de renunciar a las dietas: pura broma (no la llamaremos bellaquería), pues mientras en el Congreso lanzaban discursos henchidos de un desinterés sanfranciscano, fuera del Parlamento y en amena compañía celebraban con estrepitosas francachelas el advenimiento de los tres mil seiscientos al año.
Y ¡cuánto bueno podría hacerse con el dinero malgastado en fomentar la logorrea parlamentaria! La protección al ganado lanar y al vacuno daría más beneficios que el mantenimiento del régimen representativo. Nadie negará que un kilo de buena lana o un litro de buena leche, vale más que el pliego de interpelaciones formuladas por un senador oposicionista, o que la resma de discursos emitidos por un diputado ministerial. Decimos logorrea, pues lo que nuestros legisladores hablan corresponde muy bien a lo que hacen. Como autómatas parlantes o bombas de arrojar discursos, funcionan tan desastradamente que a menudo se llevan de encuentro el sentido común y la Gramática. Desearíamos que algún tenaz rebuscador de papeles volviera y revolviera el Diario de los Debates, para averiguar cuántas partículas de oro se esconden bajo esa inconmensurable montaña de cascote y desperdicios.
II
Volvemos a preguntar ¿de qué nos sirven los Congresos? sirven de prueba irrefragable para manifestar la incurable tontería de la muchedumbre, al dejarse dominar por una fracción de gentes maleables, a medio civilizar y hasta analfabetas, sin la más leve inclinación a lo bello ni a lo justo, con el solo instinto de husmear por qué lado vienen los honores y el dinero, o hablando sin mucha delicadeza, la ración de paja y grano.
A más de tenernos por cerca de medio siglo bajo la Constitución retrógrada de 1860, los Congresos nos han dictado la Ley de Elecciones y el Código de Justicia Militar: la primera que pone toda la máquina electoral en manos del gobierno, es decir, del Presidente; el segundo que sanciona todas las iniquidades posibles, desde la pena capital hasta la confiscalización de bienes, y coloca perennemente a la Nación bajo un régimen que no se disculpa sino en el estado de sitio.
Mas, no sólo el Perú, casi todos los pueblos del orbe civilizado abrigan la ilusión de que el sistema parlamentario inicia y afianza el reinado de la libertad. Como un autócrata domina por la fuerza, valiéndose de genízaros o de cosacos, así un presidente constitucional puede ejercer tiránicamente el mando, apoyándose en cámaras de servidores abyectos y mercenarios. Congresos tuvimos en el Perú que valían tanto como un batallón de genízaros o un regimiento de cosacos. Venga de un solo individuo, venga de una colectividad, la tiranía es tiranía.
Los Congresos sucederán a los Congresos pareciéndose los unos a los otros, legándose sus dos cámaras y su elocuencia, como los camellos se trasmiten sus jorobas y los cerdos su gruñido. Nuestros legisladores seguirán legislando, sin averiguar si causan admiración o menosprecio ni cuidarse de si el país acepta o rechaza las leyes, no pensando sino en recibir la consigna oficial y captarse la benévola y aprobatoria sonrisa del gran elector. En lo que muestran honradez relativa o fidelidad al compromiso: no siendo elegidos de la Nación sino hechuras del amo, al amo deben servicios y complacencias. Legislen, pues, los legisladores, hagan y deshagan de nosotros, quiten y pongan leyes, engorden y medren con su interminable secuela de parientes, electores y ahijados: Cromwell no se diseña en el horizonte, el pueblo no da señales de coger el azote y cruzar rostros en que rara vez asomaron el pudor y la vergüenza.
Más aquí, no sólo el Congreso dicta leyes: legisla todo el mundo, y como hijos del Imperio Romano, somos legisladores en potencia. Alguien lo dijo ya: "Aquí legisla la Junta de Vigilancia del Registro de la Propiedad, legisla la Junta Departamental, legisla el Consejo Superior de Instrucción, legislan las Cortes y los jueces, legisla a diario el Gobierno, etc.".
¡Oh manía legiferante de los políticos peruanos! Quieren improvisar hombres a fuerza de imponer leyes: no hay organismos, y decretan funciones; no hay ojos, y exigen largavistas; no hay manos, y ordenan guantes. Quizá no existe candidato a la Presidencia, juez, diputado, bachiller, amanuense o portero que no archive en la cabeza su constitución, sus códigos, sus leyes orgánicas, sus decretos ni sus bandos. Todos guardan la salvación de la patria en algunos rimeros de papel entintado con algunas varas de proyectos y lucubraciones. ¡Cuánto político por afición atávica venida de su abuelo el conserje o de su padre el ex-senador suplente! (Cuánto sociólogo por haber oído el nombre de Comte y saber la existencia de Spencer y Fouillée). Esos políticos y sociólogos, pretendiendo conducir a las naciones, nos causan el efecto de un mosquito afanándose por desquiciar a un planeta. Ocurren ganas de apercollarles y decirles:
-¡Basta de reformas y proyectos, de logomaquias y galimatías! Más de ochenta años hace que ustedes viven chachareando en las Cámaras, desbarrando en los ministerios, rastacuereando en las legislaciones y dragoneando en los puestos de la administración pública. Vayan unos a carenar buques, otros a barretear minas, otros a mondar legumbres, otros a bordar casullas, otros a manejar escobas, otros a segar hierba o quebrantar novillos.
La vergüenza del Perú no está en haber sido arrollado y mutilado por Chile (¿qué pueblo no ha sufrido mutilaciones ni derrotas?); el oprobio y la ignominia vienen de seguir soportando el yugo de tanto orador sin oratoria, de tanto moralizador sin moral, de tanto sabio sin sabiduría. Sí, ustedes son la carcoma y el deshonor del Perú, oh barberos y sacamuelas de la Sociología, oh Purgones y Sangredos de la política, oh charlatanes y confeccionadores de miríficas drogas para sanar y prevenir todas las enfermedades del cuerpo social.
Cuando transcurran los tiempos, cuando nuevas generaciones divisen las cosas desde su verdadero punto de mira, las gentes se admirarán de ver cómo pudo existir nación tan desdichada para servir de juguete a bufones y criminales tan pequeños.
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*Horas de Lucha, 1906
Durante la legislatura de 1906, un senador tuvo la sencillez o la malicia de afirmar en plena cámara: "Hace algunos años, el Poder Parlamentario del Perú es nominal. Es inútil oponerse a ningún plan o proyecto que venga del Ejecutivo, puesto que es seguro que todo proyecto del Ejecutivo ha de aprobarse, cualesquiera que sean sus consecuencias".
No desde algunos años únicamente, sí desde los comienzos de la vida republicana, nuestras Cámaras Legislativas hicieron un papel tan degradante y servil, que muchos diputados y senadores merecieron figurar en la servidumbre de Palacio.Y ¿qué más podrían ser los elegidos por el fraude o la imposición de los Gobiernos? Uno que otro individuo de elevación moral, una que otra minoría de sanas intenciones, no borran el estigma de la corporación.
Minorías, mayorías, palabras de significación aleatoria cuando se piensa que nuestros legisladores suelen amanecer oposicionistas y anochecer ministeriales. Hasta en las minorías de apariencia más homogénea conviene señalar a los hombres-convicción, a los que sostienen una idea, para distinguirles de los hombres-polea, de los que chirrían por no estar lubricados con el aceite de la Caja fiscal. Los oposicionistas de buena fe, desengañados por la indiferencia de sus compañeros y aburridos con la insufrible garrulería de los adversarios, acaban por enmudecer, convenciéndose de que no se argumenta con masas de ventrales, como no se pega testaradas a un muro de calicanto ni se da puñetazos a un zurrón de sebo.
En cuanto a las mayorías, no todos sus miembros rayan a la misma altura, pues mientras unos pocos actúan maliciosamente, sabiendo de qué se trata y hacia dónde se camina, los demás no conocen el terreno que pisan ni oyen razón alguna, salvo las venidas del Gobierno y comunidades en forma de orden conminativa. La masa congresil procede con los Presidentes como el rucio con Sancho: hace que entiende, agacha las orejas y trota. El Cardenal de Retz decía que Todas las grandes asambleas son pueblo. Si viviera entre nosotros, afirmaría que los congresos del Perú son populacho.
No obstante la sumisión, hubo épocas en que un espíritu de rebelión parecía inflamar la sangre de senadores y diputados. Los griegos vivaqueaban en los salones del Poder Ejecutivo, los troyanos acampaban en los dos locales del Poder Legislativo. Por momentos se esperaba el choque y la hecatombe; pero nada, ni cadáveres ni heridos. En lo inminente del agarrón mortífero, en lo que llaman el instante sicológico, vino la reconciliadora lluvia de oro. Simple chantage. Algo podrían contarnos Dreyfus y Grace. Regla general: minorías tan valiosas como las mayorías, pues las unas no abrigaron propósitos mejores que las otras. Hoy mismo, en oposicionistas y gobiernistas no vemos luces y tinieblas que batallan por obtener la victoria, sino tizones que humean en lugares opuestos.
Entonces ¿de qué nos sirven los Congresos? ¿Por qué, en lugar de discutir la disminución o el aumento de las dietas, no ponen en tela de juicio la necesidad y conveniencia de suprimirse? ¡Qué han de hacerlo! Senadurías y diputaciones dejan de ser cargos temporales y van concluyendo por constituir prebendas inamovibles, feudos hereditarios, bienes propios de ciertas familias, en determinadas circunscripciones. Hay hombres que, habiendo ejercido por treinta o cuarenta años las funciones de representante, legan a sus hijos o nietos la senaduría o la diputación. No han encontrado la manera de llevarse las curules al otro mundo. Haciendo el solo papel de amenes o turiferarios del Gobierno, los honorables resultan carísimos, tanto por los emolumentos de ley y las propinas extras, como por los favores y canonjías que merodean para sus ahijados, sus electores y sus parientes. Comadrejas de bolsas insondables, llevan consigo a toda su larga parentela de hambrones y desarrapados. En cada miembro del Poder Legislativo hay un enorme parásito con su innumerable colonia de subparásitos, una especie de animal colectivo y omnívoro que succiona los jugos vitales de la Nación.
El actual Ministro de Hacienda declaró ante las Cámaras Legislativas que "muchas obras públicas de urgente necesidad se aplazaban indefinidamente, porque el dinero asignado para ellas se invertía en pagar Congresos ordinarios y extraordinarios". El zurriagazo no levantó la más leve roncha en la epidermis de los honorables: fue ovillo de lana, arrojado contra el pellejo de un hipopótamo. El merecido agravio, lejos de amenguarles el apetito, les enardeció el hambre, así que alevosamente, en sesión secreta, se adjudicaron la renta anual de tres mil seiscientos soles. Después, echándola de sensibles a la indignación general, quisieron volver sobre sus pasos y hasta darse el lujo de renunciar a las dietas: pura broma (no la llamaremos bellaquería), pues mientras en el Congreso lanzaban discursos henchidos de un desinterés sanfranciscano, fuera del Parlamento y en amena compañía celebraban con estrepitosas francachelas el advenimiento de los tres mil seiscientos al año.
Y ¡cuánto bueno podría hacerse con el dinero malgastado en fomentar la logorrea parlamentaria! La protección al ganado lanar y al vacuno daría más beneficios que el mantenimiento del régimen representativo. Nadie negará que un kilo de buena lana o un litro de buena leche, vale más que el pliego de interpelaciones formuladas por un senador oposicionista, o que la resma de discursos emitidos por un diputado ministerial. Decimos logorrea, pues lo que nuestros legisladores hablan corresponde muy bien a lo que hacen. Como autómatas parlantes o bombas de arrojar discursos, funcionan tan desastradamente que a menudo se llevan de encuentro el sentido común y la Gramática. Desearíamos que algún tenaz rebuscador de papeles volviera y revolviera el Diario de los Debates, para averiguar cuántas partículas de oro se esconden bajo esa inconmensurable montaña de cascote y desperdicios.
II
Volvemos a preguntar ¿de qué nos sirven los Congresos? sirven de prueba irrefragable para manifestar la incurable tontería de la muchedumbre, al dejarse dominar por una fracción de gentes maleables, a medio civilizar y hasta analfabetas, sin la más leve inclinación a lo bello ni a lo justo, con el solo instinto de husmear por qué lado vienen los honores y el dinero, o hablando sin mucha delicadeza, la ración de paja y grano.
A más de tenernos por cerca de medio siglo bajo la Constitución retrógrada de 1860, los Congresos nos han dictado la Ley de Elecciones y el Código de Justicia Militar: la primera que pone toda la máquina electoral en manos del gobierno, es decir, del Presidente; el segundo que sanciona todas las iniquidades posibles, desde la pena capital hasta la confiscalización de bienes, y coloca perennemente a la Nación bajo un régimen que no se disculpa sino en el estado de sitio.
Mas, no sólo el Perú, casi todos los pueblos del orbe civilizado abrigan la ilusión de que el sistema parlamentario inicia y afianza el reinado de la libertad. Como un autócrata domina por la fuerza, valiéndose de genízaros o de cosacos, así un presidente constitucional puede ejercer tiránicamente el mando, apoyándose en cámaras de servidores abyectos y mercenarios. Congresos tuvimos en el Perú que valían tanto como un batallón de genízaros o un regimiento de cosacos. Venga de un solo individuo, venga de una colectividad, la tiranía es tiranía.
Los Congresos sucederán a los Congresos pareciéndose los unos a los otros, legándose sus dos cámaras y su elocuencia, como los camellos se trasmiten sus jorobas y los cerdos su gruñido. Nuestros legisladores seguirán legislando, sin averiguar si causan admiración o menosprecio ni cuidarse de si el país acepta o rechaza las leyes, no pensando sino en recibir la consigna oficial y captarse la benévola y aprobatoria sonrisa del gran elector. En lo que muestran honradez relativa o fidelidad al compromiso: no siendo elegidos de la Nación sino hechuras del amo, al amo deben servicios y complacencias. Legislen, pues, los legisladores, hagan y deshagan de nosotros, quiten y pongan leyes, engorden y medren con su interminable secuela de parientes, electores y ahijados: Cromwell no se diseña en el horizonte, el pueblo no da señales de coger el azote y cruzar rostros en que rara vez asomaron el pudor y la vergüenza.
Más aquí, no sólo el Congreso dicta leyes: legisla todo el mundo, y como hijos del Imperio Romano, somos legisladores en potencia. Alguien lo dijo ya: "Aquí legisla la Junta de Vigilancia del Registro de la Propiedad, legisla la Junta Departamental, legisla el Consejo Superior de Instrucción, legislan las Cortes y los jueces, legisla a diario el Gobierno, etc.".
¡Oh manía legiferante de los políticos peruanos! Quieren improvisar hombres a fuerza de imponer leyes: no hay organismos, y decretan funciones; no hay ojos, y exigen largavistas; no hay manos, y ordenan guantes. Quizá no existe candidato a la Presidencia, juez, diputado, bachiller, amanuense o portero que no archive en la cabeza su constitución, sus códigos, sus leyes orgánicas, sus decretos ni sus bandos. Todos guardan la salvación de la patria en algunos rimeros de papel entintado con algunas varas de proyectos y lucubraciones. ¡Cuánto político por afición atávica venida de su abuelo el conserje o de su padre el ex-senador suplente! (Cuánto sociólogo por haber oído el nombre de Comte y saber la existencia de Spencer y Fouillée). Esos políticos y sociólogos, pretendiendo conducir a las naciones, nos causan el efecto de un mosquito afanándose por desquiciar a un planeta. Ocurren ganas de apercollarles y decirles:
-¡Basta de reformas y proyectos, de logomaquias y galimatías! Más de ochenta años hace que ustedes viven chachareando en las Cámaras, desbarrando en los ministerios, rastacuereando en las legislaciones y dragoneando en los puestos de la administración pública. Vayan unos a carenar buques, otros a barretear minas, otros a mondar legumbres, otros a bordar casullas, otros a manejar escobas, otros a segar hierba o quebrantar novillos.
La vergüenza del Perú no está en haber sido arrollado y mutilado por Chile (¿qué pueblo no ha sufrido mutilaciones ni derrotas?); el oprobio y la ignominia vienen de seguir soportando el yugo de tanto orador sin oratoria, de tanto moralizador sin moral, de tanto sabio sin sabiduría. Sí, ustedes son la carcoma y el deshonor del Perú, oh barberos y sacamuelas de la Sociología, oh Purgones y Sangredos de la política, oh charlatanes y confeccionadores de miríficas drogas para sanar y prevenir todas las enfermedades del cuerpo social.
Cuando transcurran los tiempos, cuando nuevas generaciones divisen las cosas desde su verdadero punto de mira, las gentes se admirarán de ver cómo pudo existir nación tan desdichada para servir de juguete a bufones y criminales tan pequeños.
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*Horas de Lucha, 1906