En ocasiones al liberalismo clásico se le ha endilgado la canalla etiqueta de ser nazi o fascista, aunque algunos para no aparecer tan extremistas le acusan de ser de extrema derecha. De entrada me parece evidente la intención maledicente de aquella acusación, por lo que conviene sólo hacer unos pocos señalamientos para desmentir totalmente la acusación. No sólo el liberalismo clásico y el totalitarismo son en esencia antagónicos, sino que también el nazi-fascismo persiguió tenazmente a los pensadores y miembros de movimientos políticos liberales, lo cual ocasionó que muchos de ellos tuvieran que emigrar hacia naciones enemigas de los gobiernos nazi-fascistas de Europa en años previos y durante la Segunda Guerra Mundial. Al menos tres de los más grandes pensadores modernos del liberalismo, Karl Popper, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, tuvieron que huir del nazi-fascismo para encontrar asilo en las democracias liberales de Occidente.
El liberalismo clásico se opone al totalitarismo, el cual incluye no sólo al nazismo y su versión suavizada, el fascismo, sino también al socialismo extremo del marxismo. Esto no es casual, dada la gran afinidad que hay, como planteamientos totalitarios, entre el nazi-fascismo y el socialismo marxista, lo que da lugar a que surja una aversión natural al liberalismo clásico. Señala Hayek, refiriéndose al nazismo, que “las doctrinas que guiaron a los sectores dirigentes de Alemania (nazi) no se oponían al socialismo en cuanto marxismo, sino a los elementos liberales contenidos en aquél: su internacionalismo y a su democracia. Y a medida que se hizo más claro que eran precisamente estos elementos los obstáculos para la realización del socialismo, los socialistas de la izquierda se aproximaron más a los de la derecha. Fue la unión de las fuerzas anticapitalistas de la derecha y la izquierda, la fusión del socialismo radical con el conservador, lo que expulsó de Alemania a todo lo que era liberal” Friedrich Hayek, Camino de servidumbre, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. p. 207-208).
Esta antítesis entre liberalismo y fascismo se evidencia en la definición que de este último formula Jonah Goldberg: “El fascismo es una religión del estado. Asume la unidad orgánica del cuerpo político y suspira por un líder nacional que esté a tono con la voluntad del pueblo. Es totalitario en tanto mira todo como si fuera un asunto político y sostiene que cualquier acción tomada por el estado se justifica en el logro del bien común. Toma la responsabilidad de todos los aspectos de la vida, incluyendo nuestra salud y bienestar, y busca imponer la uniformidad de pensamiento y de acción, ya sea por la fuerza o por medio de la regulación y la presión social. Todo, incluyendo la economía y la religión, debe estar alineado con sus objetivos. Cualquier entidad rival es parte del ‘problema’ y por tanto se la define como un enemigo” (Jonah Goldberg, Liberal fascism, New York; Doubleday, 2007, p. 23. El término “liberal” del título de este libro se refiere al uso que de dicho término se hace en EE.UU., que, a diferencia del liberalismo clásico, se caracteriza por una alta dosis de intervención y participación estatal en las más diversas manifestaciones de la vida política… sin duda que muy, pero muy, cercano al fascismo).
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De acuerdo con la definición previa, el fascismo hace del Estado una religión, en cuanto a ser una creencia absoluta, como señaló Augusto Turati, apóstol del fascismo, al proclamar que “tal como uno cree en Dios… aceptamos la Revolución (fascista) con orgullo, tal como aceptamos estos principios —aún si nos damos cuenta de que están equivocados, los aceptamos sin discusión alguna” (Citado en Ibídem, p. 419, nota 30. El paréntesis es mío).
En contraste con la visión anterior, en la concepción liberal clásica el Estado esencialmente cumple un papel restringido destinado a asegurar el funcionamiento del orden liberal espontáneo. Mientras que para el liberalismo clásico el cuerpo político no se considera como un órgano independiente que va más allá de los individuos que lo componen, el fascismo considera al Estado como un ente supraindividual. A la vez, el fascismo es totalitario en cuanto mira todo desde el punto de vista político, mientras que el liberalismo clásico busca minimizar el poder político, de forma que el individuo tenga el mayor campo posible de acción.
Mientras que para el fascismo la acción del Estado se justifica en que al actuar lo hace para lograr el bien común, para el liberalismo clásico el interés público y el interés individual son uno e inseparable. De acuerdo con Linda Raeder, la noción liberal Hayekiana del bien común “consiste en asegurar las condiciones abstractas que permiten las actividades de millones de personas quienes no conocen y no pueden conocer las circunstancias e intenciones concretas de cada una de ellas, para que se ajusten entre sí en vez de derivar en un conflicto… tales condiciones surgen de la observación de ciertas reglas —de percepción, de comportamiento, de moralidad y legalidad— que estructuran la operación del mecanismo ordenador que llamamos ‘mercado’” (Linda Raeder, “Liberalism and the Common Good”, en The Independent Review, Vol. II, No. 4, Primavera de 1998, p. 524).
Para el liberalismo clásico la esencia del bien común radica en asegurar reglas generales que permitan la existencia de un orden espontáneo, en donde los individuos tengan la oportunidad y libertad de hacer el mejor uso de sus recursos para lograr sus objetivos disímiles, mientras que para el fascismo cualquier acción estatal que se lleve a cabo lo es para asegurar tal bien común, en donde los individuos deberán ser dirigidos por el Estado —esto es, que le obedezcan y sirvan— en sus esfuerzos por lograr lo que algunos iluminados han definido como bien común.
En tanto que para el fascismo el Estado es responsable de todos los actos de la vida de las personas, en criterio del liberalismo clásico la responsabilidad es fundamentalmente del individuo en libertad de escoger lo que prefiera para el logro de su felicidad propia. “La libertad no sólo significa que el individuo tiene la oportunidad y la responsabilidad de la elección, sino también que debe soportar las consecuencias de sus acciones y recibir alabanzas o censuras por ellas. La libertad y la responsabilidad son inseparables” (Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, Op. Cit., p. 87).
El liberalismo clásico estimula la diversidad de toda índole, el fascismo la aborrece y busca la uniformidad de acción y pensamiento, para lo cual acude a la coerción y uso de la fuerza o bien a una regulación que restringe la libertad individual de tomar decisiones propias, así como utiliza la presión social que en su visión siempre define como “nosotros” en contraste con “ellos”. Con tal objetivo en mente fue que Mussolini escribió que, “debemos crear una minoría proletaria lo suficientemente numerosa, suficientemente conocedora, suficientemente audaz como para sustituir por sí misma, en el momento oportuno, a la minoría burguesa… Las masas simplemente la seguirán y se someterán a ella” (Citado en Jonah Goldberg, Op. Cit., p. 38).
Finalmente, de acuerdo con la célebre expresión de Mussolini “todo dentro del estado, nada contra el estado, nada fuera del estado,” todo, como claramente lo señala la definición de Goldberg antes citada, “debe estar alineado” con los objetivos del estado. El papel del Estado en el pensamiento liberal clásico, por el contrario, está claramente restringido al máximo posible y de forma que sea consistente con la conservación del sistema espontáneo en el cual descansa el liberalismo, y en donde se asegure la libertad máxima posible a los individuos. Según Goldberg, el fascismo surgió a partir de la creencia de que “la era de la democracia liberal estaba llegando a su fin. Era tiempo de que el hombre dejara de lado los anacronismos de la ley natural, la religión tradicional, la libertad constitucional, el capitalismo, entre otros, y se elevara hacia la responsabilidad de rehacer el mundo a su imagen propia… Mussolini a menudo declaraba que el siglo diecinueve era el siglo del liberalismo y que el siglo veinte sería el ‘siglo del fascismo’” (Jonah Goldberg, Ibídem., p. 31).
En resumen, la esencia de la diferencia entre el liberalismo clásico y el fascismo fue claramente expuesta por Mussolini al escribir que “en contra del individualismo, la concepción Fascista es por el Estado… El liberalismo negó al Estado en función de los intereses de individuos particulares; el Fascismo reafirma al Estado como la verdadera realidad del individuo” (Benito Mussolini, “Fascism”, en Giovanni Gentile, editor, Italian Encyclopedia, 1932). Afortunadamente, después de una violenta Segunda Guerra Mundial que culminó con la derrota nazi-fascista, casi de las cenizas ha resurgido el liberalismo clásico, el cual hoy día goza de una enorme reputación tanto en la práctica como el campo de las ideas; sin embargo, cabe preguntarse si muchas de las concepciones políticas actuales no convergen hacia el fascismo en vez del liberalismo clásico. La respuesta que se intente dar a esa pregunta bien puede ser razón suficiente para conocer el verdadero alcance del ideario liberal clásico y de motivar la defensa permanente de la libertad.